viernes, 1 de noviembre de 2013

Fríos días de Madrid.

Había una luz que se asomaba por la ventana. Una suave y dulce luz era lo único que iluminaba la habitación, como aquella señal del destino que se asoma para seguir creyendo en las oportunidades. Todo estaba en silencio, no había nada que pudiese perturbar aquella sensación. Aquella sensación tan grande y a la vez tan pequeña, dónde todos los elementos del universo, sin excepción, se juntaban en el centro de un cuerpo, de un cuerpo que se encontraba acurrucado bajo el calor de una sábanas dónde se refugiaba de aquel universo tan grande.


Miraba aquella luz sin pensar. Ni un sólo momento de lucidez pasaba por su mente. Todo era demasiado efímero como para pararse a pensar demasiado en su sentido, en lo que significa en su vida. Una vida llena de cambios, cada vez más bruscos y más dañinos dónde las circunstancias llevaban al vacío, a ese punto dónde no quedan motivos para mirar al cielo sin tener miedo de llorar. Dónde se sienten las manos frías, el corazón apagado y la sonrisa rota. El alma rayada como un viejo tocadiscos que ya no tiene más discos que tocar. Como aquella canción que nunca sonó, como aquella sensación apagada de lejanía, de conocer lo que se quiere conocer, mientras lo único que se puede hacer es conformarse con seguir mirando esa luz e imaginar que algún día todo será diferente.

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