lunes, 21 de agosto de 2017

Érase una vez una roca.

Yo dije que un día podría volar, prometí que el cielo no iba a ser lo suficientemente cerca para subir a ver las constelaciones desde un punto donde pudiera reírme cada insignificante fragmento de este mundo. Subí, corrí e incluso llegué a tocar el cielo, pero nunca fue cierto. Aquellos instantes fugaces que hoy recuerdo solo eran humo vendido por las grandes consecuencias del alcohol y las noches donde nadie duele, pero sí se hiere.

Existen rocas pegadas al océano que se desgastan lentamente, rocas que sin querer, el simple hecho de estar cerca del mar les provoca un sufrimiento que hace que se debiliten poco a poco, sin que la gente cuando pasa por delante se de cuenta, puesto que han nacido para estar ahí siempre: delante. Delante de los golpes del mar que rompen contra pequeños cuerpos que sufren, se desgastan, pero callan. Callan con dolor en busca de la libertad de dejar esas noches de heridas, las heridas que provocan el arrastre. 

Correr de aquel mar, buscar el vacío y precipitarse a volar. A veces sólo es necesario que un simple organismo vivo, en este mundo vacío de largas horas de habladurías sin ley, se fije en esa roca que está cansada de estar ahí: delante. Esa roca que necesita dejar el arrastre, necesitar desplazarse a otro lugar donde delante es delante de un nuevo paisaje que deje de herir; donde la luz del sol (no necesariamente cálido) brote sentimientos en una cobertura herida por el frío, la humedad y el arrastre; arrastre de años, momentos y ataques por estar delante.

Ahora la piedra está justamente donde siempre debió estar y si no es así, por el momento es suficiente.

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