Como cada noche, me vestí. Me vestí
dispuesto a comerme el mundo, me perfumé para tapar el olor a soledad y me decidí a salir de estas cuatro paredes a comerme el mundo.
Unas cuantas copas y risas con los amigos fueron suficientes para conseguir que
alcanzase el punto de olvido. El punto para disfrutar y olvidarme de los
problemas, para dejar de pensarme, para disfrutar.
Noche fría, juventud en la piel y aquel
lugar. Un lugar como todos y como ninguno, dónde me fundí en el universo infinito
entre bailes y dosis de alcohol.
Sin saber lo que me iba a esperar, tomé mi
chaqueta y salí a la calle. Prendí un cigarrillo, y de repente allí estaba. ¿Tienes
un pitillo? Preguntó. Preguntó y me miró como muy pocas personas me han mirado.
Conversamos sobre cosas que sólo conversan
personas que aún no se conocen, lentamente entramos en ese momento de conexión. Ese momento
perfecto cuándo sabes que la otra persona se muere por besarte y tú te mueres
por intentar que no se note que tienes las mismas ganas. Sin dudar, le cedí
cinco minutos que me pidió para que fuese a buscar su chaqueta y nos fuimos
lejos de aquel sitio. Me prometió que me iba a enseñar una parte de esta
ciudad, de esta gran ciudad que me agobia, que me iba a hacer sonreír. Sin
dudar accedí. Andamos durante minutos que parecían segundos y no pude parar de
reír. Creo que en aquella oscura, fría y
silenciosa noche sólo se oía mi risa, porque reí como llevaba mucho tiempo sin
reír.
Llegamos al centro de la ciudad, ese sitio
que me agota y me prometió que confiase, que me dejase llevar. Nos paramos en
frente de aquel lugar y me dijo que no hablase, suspiré y entre sin dudar hasta
aquel ascensor que me llevaba a lo desconocido con sus manos en mis ojos. Oí
como una puerta se abría y sentí el frío en mi piel. De repente, me sentí
quieto y parado, sus manos se quitaron de mis ojos y vi la gran ciudad bajo mis
pies. Vi Madrid, agobiadora y ruidosa en silencio, desde arriba, me sentí en la
cima, me sentí por encima del universo. Mi piel se puso de gallina, me giré y
nos besamos. Nos besamos tan fuerte que
creí que nuestros labios se fundirían, nos besamos como en las películas y
estuve a punto de romper a llorar de emoción. Volví a girarme para disfrutar de
esa sensación, esa sensación de tranquilidad, de felicidad que me corría por
todo el cuerpo y que llevaba tantísimo tiempo sin sentir. Continuamos en así,
hablando sobre cosas que no tienen importancia cuando lo importante es a quién
tienes a tu lado hasta que el Sol revivió, ese Sol que nos separó.
Nos llamamos, prometimos y el destino se
opuso. Ahora, no te puedo contactar, no
te puedo encontrar y siento que muero, aunque no lo creas, por ti. Y escribo
esto como una de las promesas que nos hicimos. Prometí escribirte esto,
escribir este texto de amor que ahora se ha convertido en desamor, en
incertidumbre. Me gustaría que pudieses leerlo, que pudieses ver lo que
siento, lo que sentí y lo feliz que me hiciste. Pero, aquella noche hicimos más
promesas y París siempre será París. Y, quizás, si el destino vuelve a jugar a
encontrarnos, tras pagar mi error juro no volver a dejarte escapar.
Hasta pronto. Hasta que nuestras miradas se vuelvan a
cruzar, sólo el destino sabe dónde. Porque París siempre será París, tú serás
tú y yo seguiré siendo el mismo. Y hasta
entonces, buscaremos lo prometido y estoy seguro de que soñaremos con aquella
noche, con esa azotea que nos hizo sentir vivos. Soñaremos sin estar juntos,
nos echaremos de menos y sonreiremos cada vez que pasemos por delante de aquel
lugar. Y nos querremos, nos querremos a escondidas y nos buscaremos entre la
gente, para volvernos a encontrar. Y, cuando nos encontremos de nuevo,
recordaremos ese momento y la vida volverá a ser menos gris, porque algunas
segundas partes sí son buenas…
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