Llega el día, ese maldito día dónde me doy
cuenta de lo que nunca debí hacer. Siento esa presión en mi pecho, esa fuerte
presión en el pecho una vez más que me impide respirar con normalidad. Sonrío a
medias mientras, por dentro, desearía llorar un océano. A veces tengo ganas de
llorar ese océano y otras, en cambio, sé que nada y sobre todo nadie debe ser
lo suficientemente importante como para causarme este dolor, para causarme esta
sensación. Nunca creí que sería tan doloroso soñar. Cuando era pequeño, soñaba
con mi vida ideal y me encanta imaginar las personas que estarían conmigo en
ese camino. Pero la realidad mató ese sueño. Mató mis ganas de seguir creyendo
que existe aquello que siempre movió mi pequeño mundo, porque en este mundo ya
no hay hueco para el amor.
Lo que más me
duele no es haber tenido otra decepción más, que también, si no el sentir que
sigo estando absoluta y completamente sólo. Paseo por las calles y veo cómo mi
vida pasa mientras todos mis cercanos lentamente encuentran a esa persona que
les hace sonreír. Mientras que yo sigo estancado, triste y perdido. No
encuentro ese faro, no encuentro esa luz que me diga que todo irá bien, que el
amor sigue existiendo y que me espera cerca. Porque ya he tenido suficiente
dolor en estos veinte años, historias dónde nunca nada llegó a ser, historias
de días y noches perdidas pensando por qué, por qué nadie es capaz de hacerme
sonreír mientras comparte su mundo conmigo.
Estoy agotado, la
verdad. Nunca pensé que diría que he dejado de creer en el amor, pero creo que
lentamente lo estoy haciendo. No soñaba con cuentos de hadas, ni con historias
de amor de película, sólo quería tener a una persona que me preguntase qué tal
mi día y que me hiciese sonreír en esta rutina que tanto me ahoga. Pero me
equivoqué, y ahora pago las consecuencias de mi error mientras escucho el
silencio de esta habitación y el frío de mi cuerpo me consume...
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