Siempre he creído que las cosas tienen la importancia que les queremos dar.
No hay nada insignificante, ni nada que merezca toda nuestra atención. Sólo
existen aquellos extremos que tiran de un lado y otro haciendo que nuestra
cabeza pierda la gravedad y no sepa exactamente encontrar el significado, la
necesidad precisa y exacta de lo que necesitamos, de lo que realmente
necesitamos tener al despertarnos cada mañana cuando los rayos de Sol tocan
nuestra piel. Nadie es capaz de saber valorar exactamente cual es la fórmula
matemática que necesita para ser feliz y qué factores consiguen hacer de esa
fórmula una fórmula eficaz, precisa, que nos lleve a la felicidad. Nunca fui
una persona capaz para las matemáticas, nunca supe saber relacionar todos esos
números para llegar a un resultado. Sin embargo, recuerdo que había una parte
de toda esta compleja ciencia que nunca fue un catástrofe para mí: despejar
incógnitas. Despejar aquellos números que tan misteriosos me parecían, que
tanto se querían esconder. Sin duda, era un parte que dentro del odio rotundo a
esta ciencia y lo que simboliza, nunca me decepcionó. Supongo que, por
esta razón, siempre acerté a la hora de saber lo que necesitaba en mi vida sin
saber muy bien por qué, pero lo sabía.
Sin embargo, ahora me encuentro en un situación desconocida dónde siento
que nada es lo suficientemente importante, ni emotivo, para despertarme una
sensación, sea del tipo que sea. No comprendo por qué ando por las calles
escuchando todas aquellas canciones que siempre dieron alegría a mi vida y no
siento nada. Por qué recuerdo todas aquellos momentos que fueron tan
importantes para mí y no siento ni un mínimo escalofrío al recordarlo cuando,
anteriormente, cada poro de mi piel se erizaba sin que yo pudiera evitarlo... Y
estoy completamente asustado. Tengo miedo de haber dejado de ser quién siempre
había querido ser y quién siempre he sido. Tengo miedo de cruzar esa línea
dónde el cariño y la alegría mueven a las personas, para caer en el frío abismo
de la rutina. Tengo miedo de dejar de ser yo, de dejar de ser aquel niño que no
paraba ni un segundo de bailar en su casa mientras hacía a todos reír. Tengo
miedo de dejar de ser aquel amigo preocupado por sus amigos que luchaba por
cada uno de ellos para convertirme en una persona pasiva, alejada de los suyos
como últimamente me siento. Tengo miedo de estar aquí, en este mundo, y dejar
de soñar. No quiero irme por las noches a la cama sabiendo que no tendré ningún
sueño esta noche y mucho menos quiero despertarme al día siguiente con la
sensación de que sólo será un día más, que no habrá nada emocionante ni emotivo
en él. Y sobre todo, lo que me da más miedo me da es haber abandonado a
aquel niño. Haber emprendido un viaje hacia aquellos mundo dónde nunca quise ir.
Me aterroriza el pensar que tengo una venda en los ojos que no me permite ver
lo que sucede a mi alrededor y que, por muchas cosas buenas que pasen, esta
venda no me permite verlas por mucho que me empeñe.
Cómo llueve ahí fuera Dios mío, cómo me gustaría quedarme ahí, bajo la
lluvia, durante horas. Sentado bajo la lluvia y sentirme libre, sentir que nada
tiene sentido mientras cada poro de mi piel se empapa de toda ese agua que se
filtra, que cala en mí haciendo cada sentimiento florecer. Cómo necesito ser
libre, ser absolutamente libre y dejar todo mi pasado atrás, todo aquello que
dolió. Todo aquello que tanto dolió y que no me permite avanzar. Y Dios, cómo
necesito despejar esa incógnita, cómo necesito volver a sentirme aquel niño y
cómo necesito olvidar aquel día siete dónde sentía que mi mundo se acabaría de
un momento a otro, cómo necesito volver a ser aquel que era antes de aquel
incendio personal. Durante estos años he intentado rescatar esas cenizas, esos
escombros de dolor que todavía afloran en cada poro de mi piel y me hacen arder
en cada situación, en cada momento dónde me siento vacío. Necesito huir,
marcharme muy lejos, y volver a encontrarme. Necesito encontrar todo aquello
que perdí y necesito volver a sentir una vez más, necesito volver a sentirme
libre...
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