Supongo que todos tenemos ese particular momento en que nos
gusta desaparecer del mundo. Es posible, muy probable, que hayan existido unos
meses de mi vida en los que he conocido lo que es estar muerto. Quizás la
palabra muerto no significa lo más terrible que podemos entender, quizás esa
palabra simbolice un estado donde, quererlo o sin querer, desaparecemos de las
vidas de las personas que más queremos y sólo quedan los recuerdos, aquellos
interludios danzados que llegan a nuestra mente y nos hacen sonreír sin que
sepamos por qué lo estamos haciendo.
Dicen que existen épocas de la vida en que todos deseamos
tener lo que nunca pudimos. Creo que es cierto. Creo que como un día dijo un
gran "no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió".
Todos queremos tener aquello que nos es inalcanzable, aquello que nos hace
aferrarnos a nuestro ser, a lo que siempre ha estado presente y aquello que
conocemos como válido. Es difícil encontrar ganas de aventura cuando apenas
conocemos si es posible llegar al final, y es difícil creer en la sensación de
arriesgar cuando aún no sabemos si estamos en lo correcto, si es necesario para
nosotros encontrar nuevos caminos o si por el contrario es necesario para
nosotros quedarnos mirando el mundo, en silencio, mientras el resto se mueve a
toda velocidad a nuestro alrededor.
Nos paramos, miramos, y a veces no nos damos cuenta de lo
que estamos viendo. Miramos sin ver, a ciegas, y sólo entendemos aquello que
nosotros queremos. Es un paso en la evolución, en nuestro camino personal,
entender que no todo lo que siempre hemos soñado está a nuestro alcance,
entender que no es posible amar a quién amamos a veces, y no es correcto llorar
por que lo que a veces lloramos, puesto que existen muchos más motivos para
hacernos sonreír, pero tenemos esa venga invisible, transparente, que no nos
permite mirar y disfrutar. Sin embargo, siento que es absolutamente necesario
volver a escribir todos los sentimientos que he acumulado durante meses,
durante días que han pasado delante de mí con la sensación de estar
absolutamente muerto, desconcertado y perdido. Sensaciones que han aflorado en
mi piel y me han hecho mirar cada amanecer, desde mi ventana, intentando
imaginar los más bellos paisajes donde poder estar, donde poder huir de una
realidad que caminaba fría delante de mis ojos, que atacaba la mágica noche
haciendo aparecer de nuevo la rutina, las horas de estar vacío, las horas de
volver a encontrar un yo en la cama mientras todos mis pensamientos quedaban
sumergidos en la más profunda oscuridad.
Todos nos perdemos en el camino. Todos buscamos dentro de
nosotros una sensación que nos haga salir y, sin saberlo, yo he disfrutado de
aquello tan místico con lo que siempre disfruté sin saberlo: la soledad. Es
bonita la soledad, saber y aprender a necesitarse a uno mismo, poder compartir
con nosotros mismos sin necesidad de aparentar nada. Pero, sobre todo, es
maravilloso mirarse un espejo mientras escuchas las melodías que más deseas
escuchar, con la luz apagada y reconocer que es lo que necesitas, que nada
puede cambiar ese momento tan perfecto donde sólo tú y tu imagen sois los
protagonistas de una historia que puede ser lo más maravilloso, lo más místico
y sobre todo: lo más posiblemente tú, la imagen más fiel y más completa de uno
mismo, la cual es absolutamente necesaria para volver a recuperar las ganas de
necesitar a otras personas, de volver a encaminar un camino de vidas paralelas,
complementarias, que vinculen sentimientos que permitan recordar aquella
maravillosa sensación de necesitar un abrazo, una caricia extraña, un beso
apasionado o sobre todo, la sensación de necesitar compartir almohada con
alguien que respire al compás de tus sueños.
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