Me desdoblé por las calles jugando a volver a ser crío; dejé de entender por unos segundos ese juego absurdo de seguir haciéndoose mayor. Me arranqué a soñar, volví a sentir ese frío en la piel que tanto me gustó mientras las miradas se volvían hacia mí y volví a sentir que los minutos pasaban de una manera mucho más expresiva. Vi el mundo de manera tan lenta y mágica que aún me parece increíble saber que aquellos instantes no se volverán a repetir hasta dentro de un tiempo, porque seguro que esos momentos son regalos que sólo son desdobles que la vida, instantes de parar y respirar.
Algunas veces me preguntan por qué no hablo; por qué cuando estamos dentro de un grupo prefiero quedarme observando las conversaciones, gestos y movimientos perfectamente estudiados de muchos de los que me rodean y es precisamente por disfrutar de lo puramente profundo y feliz que me siento siendo yo. No digo que mejor, ni peor, simplemente es maravilloso disfrutar de ese minuto parado en la calle mirando al Sol, hablando con la sonrisa más grande del mundo sin mediar palabra. Supongo que los grandes momentos son precisamente aquellos en los que las palabras sólo forman parte de los subtítulos. Los mejores momentos de la vida son en silencio y en mi opinión, a solas; a solas porque es cuando realmente podemos compartir con nosotros mismos los mejores placeres. Qué bonito es el placer y qué maravilloso es ser uno mismo.
Maravillosa esa sensación, mirar al infinito sabiendo quién estará para verlo. Maravilloso pararse y aprender a fundirse en el tiempo y el espacio hasta hacerse infinito; crecer, expandirse y así llegar hasta el final, dejar respirar nuestro cerebro para llegar a aquellos rincones que no se pueden explicar, ese subconsciente tan ridículo y exquisito donde las mejores cosas desembocan para despertar en sueños perversos donde la imaginación nos lleva a los paisajes más perfectos y deseados. Y ahora me pregunto, ¿por qué no dejear de desear, no sería mejor empezar a hacerlo realidad?
"Y me sentí algo así como feliz..."
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